Cuentan que una vez, un estudiante salió con sus amigos un Jueves por la noche. La ciudad universitaria hacía que todos tuviesen una cosa en común: ninguno era de la ciudad y sus familias estaban lejos. Decidieron ir a la tierra de nadie de Manhattan y aterrizaron en el Jessy y entonces tropezó con ella. Estaba con sus amigas jugando al billar y ante la dificultad que tenía ella de darle en aquella posición a la bola, el joven estudiante le indicó su sistema y acertó. Mientras sus amigos bailaban, los dos se sentaron y conversaron toda la noche.
Veinticinco años después, los dos no recordaban lo que se contaron, sólo supieron que no dejaron de mirarse. En un extraño impulso, él rozó su cara mientras ella cerraba los ojos con la expresión de deseo que aquella caricia jamás terminase.
En el Jessy sonaba la canción Thinking in you y a continuación These black eyes. Se dieron un beso fugaz y decidió acompañarla a sus casa. Era estudiante como él, compartía piso con una compañeras y ese año se graduaba en lenguas clásicas. A cada paso se besaban y al llegar al portal y cerrar la puerta el beso se prolongó en forma de rezo eterno. Según me contaron en el Jessy, ella le miró como nunca le habían mirado y mientras le acariciaba le suplicó que nunca cambiase y él le dijo que le quería sin poderlo explicar.
Dicen los de la barra, que la pareja se citó al día siguiente en una cafetería con nombre de ciudad africana y que acudieron puntualmente con la inseguridad de si lo habían soñado. Pero no, el sueño era real, según Tayler, los vio mirándose en silencioso diálogo. Alguno dicen que su historia duró lo que dura una vela encendida, el tiempo que tarda una vela en consumir la mecha y la cera. Los clientes de las mesas decían que él la siguió queriendo muchos años mientras ella no tardó en olvidarle.
Nunca se sabía, porque en el Jessy se contaban mil y una historias que pasaban a ser leyenda.