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domingo, 8 de mayo de 2011

MIRAR ATRAS

 
Amanecía, las nubes parecían hacer equilibrios sobre los montes. Se marchaba ese mismo día y ya nada le importaba. La vieja maleta de cuero acartonado, llena de rozaduras, estaba preparada y la cerró con cordeles. Lo único que tenía claro, era que nunca cultivaría tierras ajenas.

 Ya estaba listo para partir. En la cocina, su avejentada madre, rezaba musitando el rosario. No quiso verla, ya se había despedido por la noche. Si la miraba un sólo momento nunca la dejaría.  Se caló la boina, agarró la maleta y abandonó la casa.                             

 No miró atrás, nunca lo hacía, Todavía le quedaba un largo trecho por caminos de lodo y resbaladizas hojas muertas. Se detuvo unos segundos ante una casa parecida a la suya. Ella aún no se había levantado.
           
Y llegó. Gente y sonidos nuevos. Con el tiempo, pudo enviar  dinero para que una viejecita siguiera rezando sin tener que trabajar más. Años después, una carta le dijo que ya nadie rezaría  por él. Ahora fue él quien rezaba ante un pequeño retrato del que nunca se separaba.

 Aparecieron los años, y el chiquillo convertido en maduro  y respetable empresario regresaba. Arribó a la ciudad que le despidió, ahora era kilómetros de muelles y se extendía hasta donde la vista  alcanzaba. Comenzaba el retorno.

Tardó tres horas en llegar. Decidió pasar por el cementerio para visitar la  tumba de su madre. Le fue fácil localizarla, había enviado dinero para que fuese la mejor de todas. Estaba asombrosamente cuidada y con flores recientes que no había contratado. Unos pasos que se pararon en seco, lo quitaron de sus meditaciones. Se volvió; ella llevaba unas flores en la mano. Su aspecto denotaba que las cosas le habían ido  bien. Los años también absuelven muchas cosas.  Se miraron en silencio, las palabras sobraban cuando se tiene tanto que decir.

Le invitó a su casa y le enseñó fotos de sus dos hijos y de los nietos, tenía cinco y uno en camino. Estuvo allí dos horas ante un café que se acabó enfriando. Al atardecer, se despidió. Sabía que volvería más veces.

Entró en el automóvil y abandonó la aldea de sus primeras palabras. No existía el pasado, tan solo el presente y quizás algo de futuro. Su cielo se teñía de azul grisáceo. Era el mismo que le despidió la última vez. Notó una lágrima comprendiendo entonces porque nunca miró hacia atrás.


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