Entonces, un día ya no pude más, y les dije: “Voy a entrar...” Y entré. Alguien tenía que decírselo y hacerle enfrentarse a la realidad. Todo aquello era insostenible y la falta de valor para darle un baño de sinceridad flotaba en el aire. Cuando lo supe no tardé ni diez minutos en tomar el primer tren. Nadie me estaba esperando en la estación pero no importaba. Eran las seis y media por mi reloj cuando llegué y los encontré a todos ante la puerta, asustados, abúlicos, sin capacidad de respuesta. Pasaron los días.
Al final traspasé la puerta y lo encontré con la mirada vidriosa, puesta de forma obsesiva ante una pared en la que las marcas advertían que en su momento hubo un retrato. Se volvió a mirarme. No me dijo nada, pero fui consciente que había llegado tarde. Le di un beso y me fui, ya nadie volvería a entrar.
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