Era por la tarde. Los jardines del parque vibraban por los gritos de los niños que jugaban con trompos y canicas de vidrio. A mentira o a verdad, a verdad o a mentira. En el otro lado, las niñas jugaban con la larga cuerda mientras saltaban por turnos. Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero. El viejo jardín de la villa iba cobrando vida poco a poco, los cantos de los niños formaban paulatinamente el alma del entorno. Una pelota fue a parar contra la hierba. Gol.
Los juegos infantiles elevaban su tono, era el cenit de la tarde. El parque de Villamargó tenía vida propia, la vida de aquellos que comenzaban la suya a pequeños pasos. Cosme, es tarde, tenemos que volver a casa. Un poco más, mamá. No, va a llegar tu padre y tienes que cenar. El niño Cosme se marcha hasta mañana, despidiéndose de sus amigos. Los demás niños, como Cosme, son llamados y los juegos se van interrumpiendo poco a poco.
Y el jardín va quedando en silencio a la hora de cenar. Empieza la magia de la aurora. La luna hace acto de presencia para presidir el entorno. Hoy es cuarto menguante. Las estrellas aparecen en el firmamento, una por una, lentamente, hasta que están todas y se hace imposible su recuento. En la frontera de los viejos jardines, las casas van apagando sus luces. Las cigarras y los grillos organizan su anárquico concierto nocturno en el parque. Un búho se posa en su árbol de siempre a la procura de un ratón descuidado.
El parque de Villamargó duerme. Los juegos también acompañan a quienes los animan allá a donde vayan. Ni un grito, ni el ruido de una pisada pueden predecir el frenesí y el ajetreo de las tardes que volverán en unas horas. Mañana será otro día y los juegos infantiles volverán a resucitar. El parque se recobrará de nuevo. Pero ahora mismo es de noche y todos descansan. Mañana, será otro día.
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