Las ciudades, por grandes que sean, nunca dejan de dar sorpresas. Cuando se pisan sus piedras, asfalto y cemento, uno parece olvidar que hubo en su momento campo, naturaleza que se niega a exiliarse y a vivir una vida nómada a capricho de los progresos del ser humano. Donde el hombre ha sembrado ladrillos de los que germinan edificios, basta un descuido de aquél para que la naturaleza se manifieste a reivindicar su sitio. Abandónese un local o un solar en pleno centro urbano y las plantas y aves aparecerán exigiendo lo que les fue arrebatado. Muchas veces, los humanos no cierran bien sus construcciones y, sin saberlo, encontramos pequeños oasis de vida rural que se niega a ser engullida por el futuro.
Mi pequeña anécdota, me sucedió en una ciudad española que es la segunda más importante de su comunidad, y que, según los expertos, es la ciudad de Europa que más ha crecido en los últimos cien años. Era una construcción moderna de dos plantas y había una tienda de comestibles en su bajo. A su alrededor los edificios de viviendas y de oficinas rivalizaban en altura y el ruido callejero era atronador. Escuché, mientras me atendía el dueño, ruidos de gallinas; cuando se lo observé, me invitó a pasar a la trastienda. Mi asombro no conoció límites.
En la parte de atrás existía una gran extensión de campo. En el medio una construcción en ruinas de lo que fue una casa de labranza. Las gallinas picaban alrededor, Al fondo lo que fue un molino de agua muerto desde que el curso del agua no pasaba por allí. Tres ovejas y dos cabras completaban el cuadro manteniendo a raya la maleza. El silencio era total protegido por los edificios, habría cinco hectáreas de campo con árboles de todo tipo. El dueño me contó que era de sus abuelos y fue el único que se negó a vender. Ahora se daba cuenta que había hecho lo correcto.
Me despedí, una hora después, de aquel pequeño retal de en medio del asfalto. Prometí volver y mientras volvía a casa pensé que, pasase lo que pasase, la naturaleza pierde batallas, pero acaba siempre ganando la guerra.
En la parte de atrás existía una gran extensión de campo. En el medio una construcción en ruinas de lo que fue una casa de labranza. Las gallinas picaban alrededor, Al fondo lo que fue un molino de agua muerto desde que el curso del agua no pasaba por allí. Tres ovejas y dos cabras completaban el cuadro manteniendo a raya la maleza. El silencio era total protegido por los edificios, habría cinco hectáreas de campo con árboles de todo tipo. El dueño me contó que era de sus abuelos y fue el único que se negó a vender. Ahora se daba cuenta que había hecho lo correcto.
Me despedí, una hora después, de aquel pequeño retal de en medio del asfalto. Prometí volver y mientras volvía a casa pensé que, pasase lo que pasase, la naturaleza pierde batallas, pero acaba siempre ganando la guerra.
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