Os
voy a hablar de Luciano Castro Vega. En el tiempo en que se cumple un año de su
marcha. Para sus desconocidos puede ser un nombre más anónimo de los que
componen la larga lista de finados. Sin embargo, los privilegiados que le
conocieron (yo incluido) fue un ser irrepetible cuya grandeza hace, que el
medirla, sea una tarea imposible.
De
corta estatura no tuvo una infancia fácil en aquel Orense rural de la primera
mitad del siglo XX, dedicado a tareas del campo con largas jornadas en los que
el medio de locomoción eran las piernas, funcionasen o no. Recuerdo los
gigantescos bancales de los viñedos de la zona, propios de un reportaje de
National Geographic. Me impresionaron todavía más cuando me contó que él había trabajado
en ellos y que dormían en cabañas porque no había tiempo material para volver a
casa. Me contó los crudos inviernos de la Galicia interior, con capas de nieve
hasta el estómago, en que las vacas no
entendían que hiciese mal tiempo y había que sacarlas fuera o no festivo. Tuvo
que despedir a sus tres hermanos cuando se marcharon por el mundo a la procura
de un cambio a mejor. Siendo el mayor, y con su mala salud de hierro, enterró a
dos hermanos (uno de ellos mi suegro) y sin embargo todos sabíamos que estaba
allí y a la muerte de sus padres, él, soltero, asumió el papel de referencia familiar.
Los hijos de sus sobrinos pasaron a ser sus nietos y su sabiduría y buen ánimo
sigue flotando en el aire cuando visitamos aquella aldea testigo de sus
andanzas.
A
un año en que nos dejó, la casa familiar se muestra triste y apagada, como si
supiese que abandonado su último morador se iba también su espíritu. Luciano se
encuentra presente en cada rincón de San Cristóbal, en la piedra donde se
sentaba, en cada rebaño que pasa delante de nosotros. E incluso en el calor de
las cocinas de leña que siguen presentes como una sorda resistencia a lo que
los snobs llaman progreso. Al doblar la esquina para entrar en esa pequeña
parroquia de Vilariño de Conso, el recién llegado cree verle con su boina y
bastón esperando la llegada de los seres a los que quiere y que nunca dejaron
de quererle a él.
Su
cuerpo físico ya no está, porque noventa años nunca dejan de ser noventa años.
Pero su espíritu firme, honrado y limpio de remordimientos, sigue porque
mientras se le recuerde no dejará de vivir. Luciano Castro Vega, hijo de Ignacio
y de María no se ha llevado consigo tierras ni oros. Lo que se ha llevado
consigo en la barca de Caronte es algo mucho más valioso: El amor de todos y la
sabiduría de quien ha vivido la vida como había que vivirla. Gracias Luciano y
descansa en paz.
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