Orestes Carballeira se preguntaba al borde de la cama mientras la penumbra abrazaba su habitación. No sabía qué podría decir al asomarse al umbral de los sueños imposibles. Allí, donde un día juró su cariño, donde prometió lealtad, las palabras se congelaron en el aire. Una historia que nunca comenzó, y aun así, parecía haber llegado a su fin.
Caminaba a menudo por los pasillos de su memoria, esos laberintos que antaño llamó recuerdos. Cada esquina le conducía a lodazales, terrenos pantanosos de lo que alguna vez fue brillante. Orestes (o quizá Carballeira, según su ánimo), revivía con precisión quirúrgica los días en los que el tiempo aún parecía amigo, y no un juez severo.
Sus noches eran un monólogo sordo frente a un muro. Ese muro que, en su mente, estaba construido por las vidas destrozadas de quienes, como él, luchaban por reconstruir su sentido. "No hay ayuda, no hay respuestas", pensaba. Pero aun así, se mantenía firme, porque sabía que hasta en las ruinas de sus sueños imposibles había un propósito.
La ciudad de las memorias se convertía, bajo su mirada, en un país vasto. Cada calle y cada rincón eran testigos de las batallas que había librado en su alma. Él caminaba por ellas, como un peregrino de las emociones, desafiando a la niebla que intentaba borrar lo que quedaba de su esencia.
En su último paseo, al amanecer de un día cualquiera, sintió algo distinto. Una especie de reconciliación, no con el tiempo perdido, sino con su propia lucha. En el horizonte de los recuerdos, la niebla comenzó a disiparse. Quizá, pensó, los sueños imposibles no eran un destino, sino un viaje que merecía la pena recorrer.